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viernes, 5 de junio de 2009

Commencement 09

En los siglos XVI y XVII, cuando un estudiante que iba a Salamanca se despedía de las gentes de su pueblo, éstas le deseaban lo mejor naturalmente, pero con frecuencia añadían una coletilla algo melancólica: “Suerte has de tener, que de saber no has menester”. Eran simplemente realistas, y estaban hartos de ver que, como había ironizado el Arcipreste de Hita, el dinero o el poder hacían graves doctores de muy rudos labradores.

Pero también en esos siglos, cuando la gente de su pueblo, Martín Muñoz de las Posadas - algo más que un Maastrich o Estrasburgo en la época - preguntaba para qué estudiaba, al muchacho Diego de Espinosa, que luego sería Inquisidor General, y algo parecido a primer ministro de Felipe II, éste respondía: “Para saber”. Porque también estaba claro para todo el mundo que el saber era lo importante, y otra cosa era cómo en la sociedad podían luego anteponerse otros intereses y simulaciones.

Antes de seguir adelante, sin embargo, seguramente debo decir que entiendo el “saber” en el sentido griego de “conocimiento”, distinguiéndolo de la “tecné” o habilidad técnica o instrumental; y, lógicamente, desde Sócrates, como opuesto a la “doxa” u opinión. Y Sören Kierkegaard recordará en el tiempo en que la opinión torna a pretender sustituir al saber o certeza, su naturaleza de ser en sí misma y necesariamente una no-verdad, - por la sencilla razón de que la verdad no es opinable -, y, en su Diario de 1850, anota que “es el intento más infame de instituir la falta de conciencia como principio del Estado y de la humanidad; y una tentativa impía de hacer de la abstracción el poder absoluto”

Y entiendo por cultura, en fin, el conjunto de informaciones y sensibilidades, heredadas y aprendidas, asumidas por el yo de cada cual, que permiten simbolizar lo real, porque no hay, efectivamente, realidad alguna que no esté mediada por la cultura, y que el hombre no haya hecho simbólica, y no retiña allá en sus adentros. Incluso las realidades más fisiológicas. La cultura es, así, pieza fundante de la hominización y la humanización de cada generación que viene al mundo, digamos con cierta “sans façon” que en estado neandhertalense.

Pero lo que ocurre es que, a la hora de la transmisión de todo eso de generación en generación, no sucede en todos los planos de la realidad lo que en el plano técnico, que puede sumarse de manera mecánica conquista a conquista e ir avanzando. En el mundo del saber el avance se hace por superación e integración muy lentas, y en el de la cultura, por el contrario, todo es frágil, y lo que parece asentado debe ser sostenido para que no se derrumbe. Y su transmisión consiste en que la inteligencia y la sensibilidad de cada nueva generación, que ha venido al mundo como todas las demás, esto es, algo así como en estado neandertalense, debe ser impregnada digamos que de unos siete mil años de pensares, sentires, comportamientos, y plasmaciones de la belleza artística. O como lo expresa admirablemente una cristalera de Chartres, que representa a un niño oteando desde los hombros de un anciano, para significar obviamente que las jóvenes generaciones sobre los hombros de las antiguas pueden ver más allá. Pero sabemos que esto ya no es así.

El "excursus" histórico-filosófico del nacimiento de este mundo nuestro y de nuestra instalación en él es ciertamente complejo, y sólo puedo hacer aquí de él simples referencias, y no las más radicales, sino las más llamativas. La liquidación de todas las seguridades de la civilización en la primera Guerra Mundial, y la tablarrasa que luego se hace, en el periodo de entreguerras, de toda la vieja civilización y cultura - la cultura “tout court” - que, como Karl Löwit o Peter Gay, podemos simbolizar en la honorabilidad artística que adquiere el cuadro del “Urinario” de Monsieur Duchamp, absolutamente valorado por encima de una Virgencita del Duccio, los “ismos”, sobre todo artísticos, - tan peligrosamente hoy admirados -, que magnifican la instintividad contra la cultura, e inauguran como gran estilo el pisoteamiento de lo hermoso, lo verdadero, y desde luego de la bondad humana, el invento de una arquitectura que aniquila la concepción misma de casa, como punto de intersección de lo que viene de los padres y de la extensión a los demás. Se liquida la metafísica, se erosiona la confianza en la racionalidad y en su expresión lógica, y se arruina cualquier posibilidad de fundamentación de la ética. Los dos grandes totalitarismos se nutrirán de esta última modernidad, y lo que sigue lo sabemos muy bien. Ahí está ante nuestros ante nosotros, y lo que vemos y tocamos cada día es que, por lo pronto, ya no vivimos, en una cultura de las esencias o en la que las cosas eran lo que eran. No es ahora éste el caso. Los seres y los acaeceres no son lo que son, sino lo que se decide que sean en cada momento. La verdad ya no es la adecuación de la inteligencia a la realidad, sino que la verdad es diseñada en cada momento por una decisión hermenéutica o interpretativa, o por un supuesto consenso de opiniones, aunque en realidad sea una decisión y hasta un “ucase” por parte de quienes tienen los poderes de hecho. En verdad, ya no se miente, simplemente se denomina la realidad según se decide hacerlo, y el nombre la sustituye, se construye la realidad en cada instante, haciendo, con un poder verdaderamente demiúrgico, que lo que es no sea, y lo que no es sea. Y así quedamos enfrentados a “ídola”, pero que no representan, sino que son.

Cada uno de los hombres de nuestro tiempo no sólo nombra la realidad a su manera, y la construye, al igual decide y justifica su comportamiento según una decisión propia que llama valor; y exactamente el delito y el crimen, en la novela de Philip Kerr, Una investigación filosófica, que es una novela de anticipación cuya acción se desarrolla en 2011, son una simple variante de lo que se llama creatividad personal, equiparable a una sinfonía, y simplemente de otro orden. Y podemos sonreír, si queremos; pero, si esta actitud mental se consolida, el mal puede ser el bien, el bien el mal, o ambas cosas puros conceptos sin contenido real, accidentes semióticos como Paul De Man dice de la muerte. ¿En qué podría fundamentarse, entonces, un cierto sentido del hombre y una concepción del mundo, o una ética, si es que para este tiempo nuestro esto significa algo, y en el caso de que todo esto nos importe?

Lo que nos queda es un “nomos” o norma provisional de comportamiento, derivada del hecho técnico, y una imagen del hombre ajustada a la funcionalidad, la rentabilidad y el disfrute. Porque lo propio de la tecnología, en efecto, es que todo aquello que pueda hacerse se hace, y lo propio de la rentabilidad y el disfrute es que solamente aquellos seres bípedos que sean rentables, esto es, capaces de producir y consumir, o de servir de peana a una ideología política tienen entidad humana apreciable. El resto, puro número, sólo plantea problemas de ajustes, subsistencia, o eliminación más o menos directa o indirecta.

Esta “nueva cultura” que ha venido incidiendo desde hace más de doscientos años, y ahora suele entenderse como la tercera modernidad, ha liquidado ya todas nuestras categorías y esquemas mentales, e incluso ha instalado al hombre de una manera distinta en el mundo. Ha roto el espacio, el tiempo, la conciencia de relación con nuestro mismo cuerpo; y, liquida el lenguaje y la escritura, por los que el hombre sabía que estaba en el mundo y en la historia, y tenía que morir. Todas las imaginaciones de la ciencia-ficción se han quedado cortas. En todos los planos de cosas, el hombre vive la realidad construida de la que hablaba más arriba. En los modernos aviones, el piloto ve el camino o el paisaje en una pantalla, y no por las ventanas, o es guiado por sensores como los murciélagos, y “lo otro” se le hace presente en el llamado “atrio virtual”, y entonces se hace verdadera la fantástica hipótesis pascaliana sobre si se es capaz o no de apretar un botón que fulminaría a un mandarín chino que no veríamos. Eso mediría nuestro “ethos”, aunque me parece que estarán ustedes de acuerdo en que ya está bien medido.

Así que hablar de cualquier aspecto de la cultura humana y de la realidad de la naturaleza, siendo así las cosas, es algo sin sentido. Las palabras que en otro tiempo significaron principios lógicos y valores ontológicos son ya solamente como las palabras de las que nos dice Chateaubriand que seguían repitiendo algunos loros de la selva americana, y eran las que habían aprendido de tribus indias desaparecidas hacía tiempo.

Estamos en esta situación, y el ineluctable progreso técnico nos llevará cada día más adelante, si sigue vigiendo como hasta ahora como una verdadera metafísica y lógica de sustitución, porque obviamente no me estoy refiriendo a la pura utilización técnica, que es una gloria para el hombre, sino a su transmutación en visión e interpretación del hombre y del mundo, que es lo propio de la tecnología como Heidegger o Jacques Ellul nos han mostrado. Y, por lo pronto, tenemos que contar con otro hecho ineluctable: el específico terrorismo intelectual y moral de muestra cultura. El nihilismo en que nos movemos y somos, no sólo siente una gran satisfacción en sí mismo, sino que se considera como plenitud y acabamiento de la historia, que ya no podrá sino repetirse o ampliarse en lo que es, pero en el mismo sentido; ya no habrá un “novum”, y, por lo tanto, no puede tolerarse una divergencia, cualquier pensamiento distinto que tenga la mínima resonancia del pasado de hombre y de historia de hombre, porque sería algo no significativo e irrisorio, y también peligroso y alarmante. Nadie debe tener estos osados pensamientos. Las multitudes son bien adiestradas por los planes de enseñanza y los “media” para que no las sean posibles, y las individualidades que pudieran alentarlos, o los grupos no homologados al pensamiento correcto y único, deben ser destruidos o vueltos innocuos. De manera que el “atrévete a pensar”kantiano, el atreverse a ser hombre, a tener pensares y sentires, que en la vieja cultura humana se consideraron los constitutivos de lo humano, se está convirtiendo en una verdadera épica, porque hay que desafiar para ello la inmensa maquinaria de terror del pensamiento establecido: nada es nada, nada significa nada; sólo vale el instante y su goce de triunfo, y ¡ay! de los que no lo consigan. Incluso si, cínicamente, luego se hacen referencias, como las de los loros, de los que hablaba hace un instante, a un vocabulario, una nocionística intelectual puramente nominalista, y a unos sentimientos humanitarios y éticos que se desprecian, pero con los que hay que contar formalmente porque, como todavía hay parcelas humanas “retrasadas”, y pueden ser rentables como votantes o consumidores, debe hacerse ante ellos la comedia. Hace dos mil quinientos años Aristófanes se reía de algo así, echándolo sobre las espaldas los politicastros, sofistas, “juntapalabras” de todas clases, y vendedores públicos de bazofia, o “salchicheros” como los llamaba, pero ahí siguen y siguen más o menos disfrazados, y siendo tomados en serio.

Pero es que, hoy, el mundo de la cultura y el de la enseñanza entran también en ese mercadeo de la política, como una miserable herencia de los totalitarismos de nuestro tiempo. En realidad, la enseñanza es un proceso mediante el cual quien es superior en saber trata de hacer un igual a sí mismo de aquél a quien enseña. Es un quehacer humano asombroso, y siempre fue admirado, hasta que las doctrinas totalitarias decidieron que no debía haber prestigios y autoridades sino políticas, y que debe ser impuesta una visión del mundo como la única a la que atenerse. Todo lo que no sea esto, no sólo había que dicutirlo, sino que había que arruinarlo; y hoy liquidado está, desde luego, el viejo prestigio de todo lo que lo tenía, a comenzar por el prestigio del maestro

Aludamos siquiera a unos cuantos hechos, que nos prueban este carácter de cosa rentable de la enseñanza tanto para el poder político como para el dinero, lo que significa, por lo pronto, que quien enseña ya no será un maestro, sino un técnico, y que quienes aprenden ya no podrán tenerse a sí mismos como destinatarios del aprendizaje, sino que deben tener como tal destinatario a la sociedad de la que ellos, como quienes enseñan, son meros útiles.

A finales del siglo XIX, estalla en USA el primer ataque con artillería pesada contra la enseñanza de lo que se llaman “las Humanidades” o “la Ciencia”, con una connotación despreciativa para conocimientos no inmediatamente útiles, ni políticamente explotables o comercializables. Ese ataque viene, en primer lugar, de los grandes industriales, los señores Carneggie y Ford, que lo que quieren, obviamente, son trabajadores hábiles, - en España el señor Bravo Murillo lo decía muy claro: “aquí no necesitamos gente que piense sino bueyes que trabajen” - mientras que “acomodadores sociales”, como Dewey también en USA, explican que “violamos la naturaleza del niño y hacemos difíciles los mejores resultados éticos introduciendo al niño demasiado abruptamente a un cierto número de estudios especiales de lectura, escritura, geografía etc. fuera de la relación de su vida social. El verdadero centro de correlación de los temas escolares no es la ciencia, ni la literatura, ni la historia, ni la geografía, sino las propias actividades sociales del niño”. Y nos suena seguramente esta cantinela de hace cien años.

La “acomodación social” siempre para nuestro bien, y naturalmente algo muy moderno, se había encomendado en principio a la prensa popular barata, que repetía incesantemente el catecismo político-social y hablaba a sus lectores de sus propias actividades sociales, del famoso entorno; pero luego se traslada a la escuela. En la URSS se aprendió enseguida la teoría y se la practicó, y, para vigilar algo tan esencial, estaban los padres de los alumnos y los mentores o comisarios políticos; de manera que los niños podían muy bien no saber nada sobre cualquier asunto de aprendizaje, pero estaban al tanto de los problemas del desviacionismo de la línea del Partido, pongamos por caso; como sarcásticamente se burlan If y Petrov en uno de sus soberbios cuentos de los años veinte, “A la hora del desayuno”, que sustancialmente, estamos viendo ahora mismo desarrollarse ante nosotros. Aunque el asunto es tan trágico como en Demonios de Dostoievski lo había formulado el siniestro sistema de Chigaliov: “Todos los esclavos son iguales en la esclavitud...La primera cosa que hay que hacer es rebajar el nivel de instrucción, de ciencias y de talentos. Un nivel elevado de ciencia y de talento no es accesible más que a las inteligencias superiores y exige esas inteligencias”, y entonces se aplica, la ley general de la entropía, o crecimiento y reparto de calor por el mundo, para conseguir la nivelación general obligatoria, que se llama democracia porque todo el mundo queda a rasero, pero no los dirigentes que siempre son menos iguales, y encuentran su soporte en los niveles bajos y despersonalizados. Al fin y al cabo, se retrocede a las antiguas civilizaciones satrápicas, pongamos por caso las de los famosos calendarios precolombinos, tan maravillosos ciertamente, que enseñaban al pueblo lo que éste tenía que saber, pero las élites dominantes tenían otro calendario sólo para ellas con otros saberes muy distintos.

Y podemos escuchar a Aldous Huxley, por ejemplo, dolerse acerbamente de que aquello tan hermoso y esperanzador para nuestros abuelos ilustrados, la enseñanza primaria universal, se había convertido, de hecho, “en el instrumento más eficaz del dominio del Estado, ha servido para la militarización de las masas, y ha expuesto a millares de personas a la influencia facilísima de la mentira organizada, y a la seducción de distracciones continuas, imbéciles, y degradantes”. Sencillamente porque no se trata de una transmisión de saberes, incluidos los más altos en la medida en que estos pueden actuarse como base primaria para un ulterior y más complejo estudio, sino una instrumentación de los alumnos para que fueran útiles a la Granja correspondiente. Y dejo a su reflexión de ustedes lo infinitamente más terrible de que todo esto mismo suceda también luego en los estudios medios, que son los únicos que pueden abrir la posibilidad de un verdadero vuelo intelectual más adelante, y permitir a la enseñanza universitaria todas sus potencialidades. Y, ante ustedes, y en un acto como éste, seguramente no es el momento de evocar otras melancolías y desazones acerca de la vieja “Universitas”.

Antes de hacer alguna cuenta, en fin, con el hecho básico y transcendental del acercamiento personal al saber, y dejando ya de lado la cada día más bovarística hipótesis de que los “mass media” puedan estar en el ámbito de la cultura, quizás deba decirse al menos, para explicarlo de algún modo que el simple hecho de dirigirse a la generalidad exige una homologación o manipulación de lo que se comunica; y el lenguaje de la generalidad, y para la generalidad, tiene que ser necesariamente abstracto. Y así es; y, si se comunica un atentado terrorista con el resultado de la muerte de muchas personas, se nos dice que es un ataque al sistema político, o una táctica, o un crimen contra la humanidad. Pero es que, además, los hombres de nuestro tiempo no quieren saber nada de un ser humano concreto ni de sus historias. Somos gobernados por abstractos, y sacrificados a ellos. Y, obviamente, quien ser engañados con optimismos – la sacarina de la esperanza decía Bernanos – hasta un punto que alguien como Joseh Roth, en octubre de 1936 escribe Joseph Roth una carta a su periódico, en la que dice: “Ya no estoy en condiciones de escribir artículos que, me temo, podrían revelar un grado de pesimismo que no es conveniente mostrar ante un público amplio, por mucho que esté preparado para escuchar la verdad. Para mí no existe – para emplear el término que se utiliza en nuestra profesión – ningún «tema» que me permita concluir un artículo con ese mínimo de optimismo que evidentemente se requiere para hacer una declaración en un periódico”, ya que su clientela no toleraría una sola sombra en ese mundo de aire acondicionado y de progreso progresado en que está inmerso, y es un mundo que no puede soportar una sola mácula en su untuosa y feliz retórica.

Por otra parte, la expresión misma de la opinión se hace como opinión de uno o varios ciudadanos, cuyo nombre propio queda anulado por esa su condición ciudadana. Y ésta condición – la de ser multitud - es indiferente a la verdad o incapaz de soportarla, y por esto esencialmente Sören Kiergegaard pensaba que los medios destruirían inevitablemente la cultura.

Hay, por otro lado, en estos mismos momentos, una queja machacona, y hasta con gran publicidad, sobre la indiferencia por la escritura y los libros por parte de las generaciones jóvenes, pero no sé si se quieren contemplar sus causas profundas, y, a la vez fáciles de detectar del modo más obvio. Tanto como que estas jóvenes generaciones se han visto alejadas, desde hace un tiempo ya demasiado largo , del pensamiento racional y crítico y del sentido histórico de la cultura, por la sencilla razón de que las generaciones mayores han vendido todo eso, o simplemente lo han desechado del modo más irresponsable, o incluso lo han derribado con ira y desprecio, a cambio de un mundo totalmente nuevo que sería levantado sin tener sus pies y su peana en ningún sitio, o con el placer de la destrucción de un antiguo jarrón chino, o el desgarro de una seda de siglos, como por un singular odio a la belleza. Y, desde el periodo de entreguerras, por poner una fecha segura, éste ha sido el propósito. Ese tiempo ciertamente se alzó en odio radical contra los padres y el tiempo de los padres y sus valores de belleza y verdad, o de la bondad misma del amor gratuito, tratando de borrarlo como emblema mismo de lo peor, y la amplitud de esa ira y de su destrucción o vilipendio fueron coronados, luego, como la nueva cultura: la fealdad y los desechos, la indiferencia ante lo verdadero o lo falso, la víctima y el verdugo, la realidad o el delirio Y estamos recogiendo simplemente lo sembrado.

En este aspecto, podemos aceptar, desde luego, el análisis que ya en los años cincuenta del recién pasado siglo hacía Paul Goodman. “La cultura humana, decía, no es precisamente algo que esté ahí, a disposición de un niño, sobre todo en nuestro tiempo. Sinceramente equivocados, los educadores se han hecho muy tolerantes en cuanto a la instrucción moral. En el medio ambiente, hay poco orgullo de la tradición de héroes y mártires. Hay, sí, una plétora de conciertos, museos de arte y planetariums, enciclopedias infantiles y cursos académicos de apreciación del arte y de la ciencia en general, pero apenas se habla de los ideales desinteresados de la ciencia y el arte, que tampoco parecen obrar públicamente. La sacralización de esos ideales ya ni siquiera se da en los campus universitarios. Casi ningún joven en edad universitaria cree en la existencia de profesionales autónomos, o posiblemente ni ha oído hablar de semejante cosa. Los grandes espíritus del pasado no hablan a un joven como personas igual que él, ni aun después de haber aprendido su lenguaje, pero tampoco él se molesta en aprenderlo. Los viejos conflictos de la historia no le parecen conflictos humanos, y por eso carecen de interés. Se dice que, salvo los libros de texto (y podríamos añadir que los impuestos por el marketing comercial de los best-sellers, o los catecismos políticos) los jóvenes intelectuales leen un número asombrosamente bajo de libros, y ellos mismos atribuyen su falta de interés al atractivo más inmediato del cine, la radio, y la televisión, y a la rapidez con que se suceden las noticias en los periódicos. Pero sospecho que la línea de causalidad va por otra parte. (...) El proceso literario – lo mismo ocurre con las otras obras de arte – es una mezcla de tradición y excitación inmediata, de silogismo e información, de aprendizaje y metáfora. Cuando no hay sentido de la historia, los matices y complejidades de la literatura parecen carecer de contenido: entonces son irrelevantes y aburridos. Los jóvenes, en definitiva, sencillamente no logran seguir el hilo de un pensamiento orgánico y rico en historia, y por eso lo consideran un tren mecánico de frases…La masa de imágenes de televisión, discos, y películas, reduce aún más la posibilidad de utilizar frases inesperadas o nuevas hasta el punto de que el único modo de comunicar algo concreto es acudir a diversas inflexiones de gruñidos y exclamaciones, como lo demuestran las doce maneras de pronunciar nou a que se dedican incluso ciertos supuestos renovadores del lenguaje que no tienen ninguna idea o historia que transmitir seguramente, o no se percatan de que, como decía Faulkner los aspectos ambientales y tecnológicos en literatura, por ejemplo, son, en primer lugar, algo ajeno a ella, asunto de albañiles y constructores, de ingeniería y mecánica; y, luego, puro impedimento de ver lo que en el interior se expone, o pura pantalla, opaca y reluciente, para recubrir el vacío”. De manera que los mismos libros que, por su misma naturaleza de libro, se permiten estas demasías de hacer pensar y sentir, apenas pueden abrirse camino hasta su lector, y a los lectores poca esperanza queda de hallar pensamiento y hermosura en un libro. El libro de nuestro tiempo debe ser un texto inmediata y fácilmente accesible a todos, y que por eso no debe ir más allá de la inmediatez de los “mass media”, o de lo cotidiano, sin aventura espiritual, sin cuestionamiento de la subjetividad intelectual, moral, o sensitiva del lector, y, desde luego sin problematismo filosófico o científico

Y todo esto, tan exitoso, que fue tan ferozmente ironizado por Flaubert en su Bouvard y Pecuchet, dos tontos ciertamente técnicos, y no menos ferozmente definido como “ciencia para el pueblo” por Simone Weil, es obviamente pura ideología y pseudo-ciencia, y lleva a decir a Stephen Wizinczey que ya hay demasiadas personas agradecidas, “a cualquier simplificador que les diga que se aprenden más cosas sobre la difícil situación humana observando una tribu de babuinos o bandada de ánsares que de la Biblia o de Shakespeare, o que la confusa historia del hombre puede tornarse clara y sencilla con la aplicación de unas cuantas teorías económicas o el estudio de insectos que llevan sobre sus diminutas alas todo el edificio de la Sociobiología”. Porque, extraordinariamente preparadas para ello también hay cada vez más gentes “que sólo requieren una simple ideología para sentir que han ampliado sus mentes”. Y esto nos interroga dramáticamente sobre “qué clase de sociedad totalitaria va a desarrollarse”. Porque de este asunto de la educación o transmisión de la cultura y del saber depende todo, claro está.

Porque un hombre no es cualquier cosa, y no haría falta recordar a Ernst Jünger cuando frente a la la afirmación siempre solemne de la posibilidad de la existencia de hombres en otros planetas, matiza por su cuenta que quienes eso dicen parecen ignorar, desde luego, que un hombre no es una construcción de la fisiología, sino de la cultura; y, en primer lugar, es estatuído por el lenguaje y el pensar. Y por eso la lengua y la literatura tenían un lugar tan básico en los antiguos estudios, como las matemáticas y la geometría por otra parte, que siempre vigilaron la eventual irracionalidad de cualquier actitud intelectual.

Sean como sean las cosas, sin embargo, estamos aquí. El hombre sin atributos, cada uno de nosotros, enfrentado a su fragilidad, pero también a su esperanza, sigue tratando de nombrar el mundo con palabras, de entenderlo, y asumirlo. Por la memoria, sabe que es el mismo del pasado, que los muertos fueron hombres; y, por la palabra y la memoria, sabe también que hay más realidad que la realidad de lo dado; que su mente puede ser esclarecida y el corazón conmovido por una palabra pronunciada y escrita hace siglos, y que él mismo puede ser hecho hombre realmente por esa palabra. El príncipe de Lampedusa gustaba de decir que nadie deja de ser un mero bípedo implume, si no se mide algún día con los Pensées de Pascal; y, al afirmar esto, no hace con ello, desde luego, más que expresar un dato objetivo de la constitución de lo humano.

En ese mismo tiempo de entreguerras, en el que, como decía, se liquidó la vieja cultura, una figura europea de primer orden, el teólogo alemán, Dietrich Bonhoeffer, luego ejecutado por los nazis como comprometido en una conjura contra Hitler, se percató perfectamente de que lo que ponía alfombra a la barbarie era el descuido o la renuncia por parte de cada individuo, y desde luego en niveles colectivos, a esa autoconciencia de ser hombre con la más extrema calidad humana, y, en una especie de colosal testamento en la Navidad de 1942, escribía que, “si no tenemos el valor de restablecer un auténtico sentido de las distancias humanas y de luchar personalmente por él, sucumbiremos en una anarquía de los valores humanos… Cuando uno ya no sabe lo que se debe a sí mismo y a los demás, cuando se desvanece la noción de la cualidad humana y la fuerza para guardar las distancias, entonces el caos está ante la puerta”.

L. Frécderic Jacquard en su estudio sobre Saint-Cyran dice que “Pascal no ha hecho otra cosa que contar lo que ha visto entre los Solitarios cuando ha escrito: «No puedo concebir al hombre sin pensamiento. El pensamiento hace la grandeza del hombre. Es desde ahí desde donde es preciso levantarnos, no desde el espacio o la duración. Trabajemos, por lo tanto, en pensar bien: he aquí el principio de la moral»”; y esos Solitarios son “Messieurs de Port-Royal” como “Mesdames de Port-Royal” son las mujeres, incluidas las monjas. Y Jacquard explica: “Al darse el apelativo de «Monsieur», un tratamiento puramente laico, los Solitarios entienden que están afirmando la imprescriptible excelencia de la persona que piensa, pero en función del Pensamiento uno, transcendental, y soberano”, y “al concepto de «religioso» ellos opondrán la calidad de persona cartesiana y pascaliana”.

Lo único que tenemos que decidir, entonces, es si nos importa ser hombres, y que lo sean quienes detrás de nosotros vienen. “Lo que importa es el hombre, el Diluvio se puede inventar”, decía Max Frish; y, si realmente nos importa el hombre, nos importarán el saber y la cultura y su exigentísima transmisión. De otro modo, la cultura y el saber no se necesitan para nada, y “suerte has de tener, que de saber no has menester”. Porque ésta es, realmente, la tristísima hora en que no sólo la indiferencia o el desprecio, sino el odio mismo a la razón, a la belleza y al saber, al hombre y a todo lo humano – algo tan primario y oscuro, en suma -, parece que pretenden convertirse en novedad y anhelo gozosamente nihilistas. Pero de nosotros depende impedir que tal porvenir sea una noche más del mundo y se consolide como una servidumbre especialmente odiosa e inhumana.

José JIMÉNEZ LOZANO.

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